El papel del educador en los centros de menores



Seguramente sea una de las figuras más importantes dentro de un centro de menores, y quizá por eso mismo es una de las más desconocidas. Al acercarnos al mundo del educador, lo primero que llama la atención es la enorme precariedad laboral que existe en el sector, equiparable a la existente en las cadenas de comida rápida. Es otro de los beneficios de la privatización: contratos a fin de obra, sueldos no siempre buenos, horas y turnos extra ni pagados ni agradecidos, etc. Esta situación precaria favorece a su vez una represión laboral y una persecución sindical muy , lo que permite a la patronal del sector silenciar a base de despidos y no renovaciones cualquier actividad sindical que se salga del amarillismo y cualquier discrepancia metodológica que se pueda plantear. Ante esta situación y la terrible presión institucional que lleva hacia el maltrato, es cuando podemos empezar a comprender que la mayoría de los educadores en centros de menores son los que ya no trabajan en ellos. La mayoría de los contratados no llega al año de permanencia (muchos ni al mes), y tras esta traumática experiencia la mayoría abandonan para siempre el sector profesional de “lo social”. Ya tenemos una visión de la realidad laboral del educador. Pero esta patética situación (a la que hemos llegado con la connivencia de los partidos de la izquierda parlamentaria y por la pasividad de los sindicatos de clase mayoritarios) no justifica que se maltrate a los chavales. Porque, si bien es verdad que protocolos, normativas, tradiciones de cada institución y demás son por sí solas generadoras de dinámicas profundamente dañinas, no podemos olvidar que la mano ejecutora del maltrato en última instancia es el educador. 
¿Qué educadores hay en los centros de menores? Ya hemos visto que la mayoría de las personas que entran en contacto con este mundo sumergido al margen de la realidad (en los centros de menores, al igual que en los centros penitenciarios para adultos, no se viven 365 días al año, sino el mismo día 365 veces) huyen despavoridas de él. De forma que se produce una especie de “selección natural” a la inversa. Así que vamos a intentar exponer una tipología descriptiva de los profesionales del sector. Encontramos tres subtipos fundamentales: el sádico, el tonto útil y el educador propiamente dicho. 
El sádico: Afortunadamente no son muchos (aunque tampoco son pocos), pero su papel suele ser preponderante en la vida y funcionamiento de los centros. La pequeñez personal que sienten en su vida extramuros tratan de resolverla erigiéndose en dioses intramuros, descargando sus frustraciones vitales sobre los menores, totalmente indefensos ante el poder absoluto que la institución otorga al educador sobre el menor. Su “acción educativa” se sustenta en el recurso continuo al aislamiento, la amenaza, el grito, el insulto y la vejación permanente. Suelen ser los que mayores barbaridades cometen en nombre de la contención física. Desquician a los menores con su persecución constante, casi siempre en base a nimiedades e incluso ante paranoicas conspiraciones de los menores que ellos mismos inventan. Puede parecer incluso que estuvieran jugando a ser policías, montando y desmontando tramas con el único fin aparente de elevar su ego a costa de infligir un sufrimiento añadido a los menores (saltándose a la torera la normativa cuando lo creen conveniente, para así endurecerla y ponerla
a su servicio personal, todo ello de manera impune incluso cuando la dirección del centro tiene conocimiento de ello). Este colectivo de sádicos está compuesto por un amplio elenco de sujetos: porteros de discoteca, ex vigilantes de seguridad, monitores de gimnasio, ex militares, ex legionarios, etc…pero también por diplomados y licenciados universitarios. El tonto útil: Bastante jóvenes, generalmente recién titulados, y avalados por un buen curriculum académico. Son los componentes mayoritarios de los equipos educativos. No han tenido ningún contacto previo con nada que se parezca a la exclusión social; eso sí, alguno de ellos ha trabajado alguna vez como monitor de ocio y tiempo libre, por aquello de “siempre he querido trabajar con chavales”, que queda muy bien en la entrevista de trabajo. Tolerantes y progresistas por definición, se acercan al mundo de los centros (y al de la marginación) llenos de buena voluntad y vocación, pero no exentos de cierto tufillo clasista y paternalista propio del ambiente universitario: ellos son los que saben qué le conviene a la gente, y se creen capacitados y por ello con derecho a entrometerse y juzgar la vida de los demás, y a indicarles lo que tienen que hacer con sus vidas, eso sí siempre por su bien. Su principal cualidad es la incoherencia: se muestran todopoderosos con los críos y sumamente inseguros y sumisos con el resto, especialmente con sus superiores, con la empresa y con quienes se muestran aparentemente seguros de lo que están haciendo (los sádicos). De manera consciente no suelen maltratar a nadie, pero su labor en el centro suele limitarse a ser meros aplicadores de normativas como autómatas, convirtiéndose en fieles correas de transmisión del maltrato institucionalmente ideado. Como buenos y sumisos estudiantes que han sido siempre (en las reuniones de equipo “toman apuntes”), muestran un feroz espíritu acrítico (que para algo el sistema educativo funciona como funciona), lo que les lleva a asumir como propios los valores de la empresa solidaria de la que forman parte (aceptando alegremente condiciones laborales draconianas por el bien de los niños). Aunque parezca mentira, llegan a creerse que todo lo que hacen es por el bien del menor…¡interiorizan que engrilletar y aislar aun niño es educativo! Por regla general, junto al acriticismo más indigno, se muestran especialmente timoratos. Esta debilidad de caracter, por no hablar abiertamente de cobardía infame, les lleva a mirar continuamente para otro lado, limitándose a reírle las gracias a los sádicos de los que hablábamos antes. E incluso algunos tratan de imitarles convencidos de que así harán mejor su trabajo (y algún día serán ascendidos a coordinadores). El educador: Es decir, el que educa. Son pocos, y generalmente aislados dentro de los centros. Se trata de personas que consideran que lo importante no es la consejería de Bienestar Social, ni sus técnicos, ni la fundación que paga su nómina…sino los chavales. Honradamente trata de hacer su trabajo. Es consciente o ha ido tomando consciencia de la realidad de los centros, y ha decidido quedarse a pesar de todo y de todos. Sabe o intuye que la espada de Damocles pende sobre él continuamente en forma de despido, pero aun así decide ser educador y no dejarse llevar por lo más fácil: actuar como carcelero.
La privación de libertad siempre tiene nefastas consecuencias, más para los niños. Pero incluso en estos purgatorios, se puede llegar a realizar una labor educativa, por mínima que sea, y es necesaria mientras los centros sigan existiendo. Pero la honradez y las ganas de trabajar por los chavales no son suficientes. El educador debe reunir ciertas características personales que le permitan ser útil para este tipo de labor. Lo primero que necesita un educador es una sólida formación, tanto académica como vital. Sin esta formación, muchas situaciones se le escaparán de las manos, ya que tendrá que afrontar situaciones muy complejas y problemáticas que exijan tanto un amplio conocimiento como el hecho de “tener calle”. Su madurez personal será fundamental, ya que muchas situaciones le van a afectar personalmente y debe saber encajarlas. Y le van a afectar porque si ha decidido ser educador y no carcelero, sólo podrá trabajar desde el compromiso. Debe comprometerse con el chaval, trabajando desde el encuentro personal, acercándose a él, rompiendo con la distancia que impone la institución (y muchas veces las absurdas teorías que le habrán explicado en la facultad). Pero inevitablemente, al menos en un primer momento, será recibido por el chaval con desprecio, hostilidad e incluso agresividad (algo normal, resultado del propio encierro y de su propia historia de vida). Pero para no responder devolviendo esa misma hostilidad y agresividad (utilizando el poder que le otorga la institución), el educador debe tener una fuerte resistencia a la frustración, ya que la muchas veces nula respuesta incial del chaval, al igual que la resistencia de la institución ante todas las iniciativas que llegue a plantear, es muy frustrante. Además, el educador debe gozar de una importante creatividad, para tratar de paliar la enorme pobreza a todos los niveles de su lugar de trabajo, lo que será fundamental para potenciar las cualidades innatas de cada chaval. Y también debe ser muy flexible. Esta flexibilidad no sólo permitirá al educador entender al menor y sus circunstancias, sino que le ayudará a aplicar la normativa de la forma menos dañina posible para el menor. Este conjunto de cualidades llevarán al educador a ganarse cierta autoridad ante los menores. Pero una autoridad personal (es decir, de alguna manera le facilitará ser adulto de referencia para el menor), no una autoridad impuesta por ley (que no es autoridad sino capacidad para ejercer poder autoritario sobre otro, a través de la fuerza o la amenaza de su utilización). Y si a todo esto le sumamos una fuerte capacidad empática, podremos empezar a hablar de proceso educativo. Esta empatía implica estar cercanos al chaval, no para ser uno de ellos, pero sí para conseguir cierta intimidad con él, sin abusar del poder que tiene como educador, sin imponer su criterio, pero manteniendo el rol de adulto de referencia. Así, poco a poco, cuando el chico perciba la autenticidad personal del educador, podrá vencer las lógicas resistencias y prevenciones previas y podrán comenzar a recorrer juntos el camino de intercambios personales en que consiste en realidad eso tan raro de educar. Si es capaz de escuchar y estar cerca del chico, si es capaz de crear espacios y tiempos de encuentro personal, que son como islas en un mar de agresión institucional, el chaval será capaz de pararse a reflexionar, e interpretar de manera autocrítica su vida. Si el educador es capaz de llegar a esto, tal vez el internamiento pueda servir para algo más que para someter, humillar, castigar y llenar de odio y rabia las entrañas del menor. ¿Qué es educar? Si en el apartado anterior comenzábamos definiendo al educador como aquel que intenta educar, nos enfrentamos ahora a la necesidad de definir esta labor.

Debemos partir de la aclaración de que es un proceso vital que se da en cualquier sociedad desde que esta existe. No es una categoría profesional. No es exclusiva de una élite que deba gozar de un prestigio especial. Todos somos educados y todos educamos cada vez que nos relacionamos con un niño. La diferencia (de grado) radica en el compromiso que el educador asume en la vida del niño al intentar hacerse cargo de su proceso educativo, de por sí viciado por una biografía marcada por el abandono sistemático y la exclusión social. Así, asumido el fracaso de la institucionalización que acabamos de revisar, cobra especial relevancia la alternativa de generar espacios de encuentro personal con el niño excluido. Es necesario constatar el punto de partida: educar solo puede ser un ejercicio afectivo que se funda en el vínculo entre el adulto y el niño al que estamos formando. Así, es bajo este prisma desde el que debemos entender la apuesta que se basa en la renuncia a las relaciones basadas en la dominación y la cosificación. Construir un modo de intervención que genere vínculos personales a partir de la intención de aquel que educa de sumergirse en la realidad que el niño al que quiere educar vive: su familia, su estatus económico, su biografía anterior, etc…Hacer un minucioso acopio de datos que formen parte de su universo de sentido para, con ello, comenzar a construir un vínculo empático. Un encuentro personal, fuera de espacios creados artificialmente y basados en la despersonalización de todo aquello que rodea la intervención institucionalizada con el niño y generador, en sí mismo, de sentido afectivo para ambos. Desde esto, el adulto se acerca al niño al que quiere educar si se acerca a su mundo y le comprende desde él. Conseguido esto, su intervención con él seguirá todo el tiempo fundamentada en el vínculo que les une y deberá responder a la intención de sanar, o al menos, paliar las deficiencias que ha ido descubriendo en el mundo que le rodeaba. El niño es víctima de un contexto en el que sus necesidades han sido sistemáticamente ignoradas o diferidas durante toda su vida y el educador ha podido comprobarlo; igualmente ha entendido el origen de sus mecanismos de defensa, sus bloqueos, etc…con lo que su contacto estará fundado en la empatía que éstos le hayan despertado y en la confianza que el niño vaya aprendiendo a tener en un adulto que comienza a ser una figura de referencia para él. El adulto debe anticipar altruistamente sus esfuerzos y dejar de esperar consecuencias inmediatas de sus actos -rasgo que probablemente haya aprendido de alguna de las novísimas escuelas de psicología infantil y juvenil o de alguno de los múltiples modos de intervención con menores en exclusión social que pueden ser aprendidos actualmente en las universidades y en el mundo laboral que rodea el trabajo con la pobreza y la niñez-, para mostrarse en una relación auténticamente humana. De todas las desventuras y satisfacciones que ésta generara debemos especificar especialmente una intención: sólo puedo organizar -o construir, en la mayoría de los casos- el mundo íntimo de un niño si organizo su mundo exterior, si normalizo su modo de relación con la realidad que le rodea, si garantizo su seguridad y su estabilidad tanto inmediata como, sobre todo, a medio plazo. Desde la calma, la serenidad, la paciencia, la perseverancia y la tenacidad ir construyendo un mundo con sentido alrededor del niño o adolescente, para que él pueda ir reconstruyendo su mundo íntimo. Sólo esto nos garantiza un intento honesto de trabajo con niños en situación de exclusión social


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